Dicen que fue el viento helado del sur el que arrastró hasta acá a los colosos metálicos. Sus paneles brillantes, encajados con precisión milimétrica, denotan una construcción seriada por parte de una industria que alguna vez prometió llevarnos a las estrellas. Desde las antiguas terrazas se pueden leer con claridad las inscripciones de alerta en el extraño fuselaje, que han impedido que nadie se acerque más de unos cuantos metros, ni mucho menos, se anime a hurgar en su interior.
Silencio.
Sus paneles brillantes, encajados con precisión milimétrica, denotan una construcción seriada por parte de una industria que alguna vez prometió llevarnos a las estrellas.
El armazón está compuesto por placas rectangulares superpuestas, un rompecabezas de aleaciones distintas que se encajan con precisión aeronáutica. Se diseñaron para soportar vientos extremos y, en caso necesario, flotar sobre la marea creciente. De noche, las luces parpadean con la insistencia de un router conectado a la atmósfera, comunicándose en silencio con redes que nadie ve. El reflejo del metal golpea la vista con la furia de un destello: una violencia casi hermosa, de no ser porque anula el paisaje y reduce la ciudad a su sombra.
Era el año 2050, y Buenos Aires ya había sido oficialmente declarada como zona de desastre, con las aguas subiendo cada día un poco más.
Las enormes estructuras, capaces de oscurecer con su tamaño una cuadra entera, se plantaron en la orilla del Río de la Plata y poco después se asentaron en el Microcentro. Era el año 2050, y Buenos Aires ya había sido oficialmente declarada como zona de desastre, con las aguas subiendo cada día un poco más.
El gobierno de la Alianza Polar del Sur impuso entonces su ley, diciendo que las máquinas, con su capacidad de capturar carbono y transmitir datos, serían la última esperanza para revertir el desastre que ellos mismos llamaron la Gran Inundación. Pero había quienes no confiaban en la destreza maquínica. Se desplazaban por la ciudad en silencio, ocultándose tras los escombros y levantando barricadas para impedir el paso del agua. Detrás de ellas, crecían pequeñas plantaciones. Parecía irónico que la misma tecnología a base de petróleo y silicio que nos empujó al abismo iba ahora a salvarnos. En noches sin luna, algunas sombras se deslizaban entre muros carcomidos y vidrios empañados, registrando en muros, cámaras viejas y cuadernos empapados las pruebas de que la ciudad seguía viva.
Parecía irónico que la misma tecnología a base de petróleo y silicio que nos empujó al abismo iba ahora a salvarnos.