Inventarian-ism
Fitter, healthier and more productive,
A pig,
In a Cage,
On Antibiotics.
Fitter Happier - Radiohead
Me pregunto si estas drogas clandestinas, que hoy emergen cada vez con mas fuerza hacia el mainstream, serán suministradas activamente a la población en algunos años, para mantenerla contenta bajo la opresión del sistema.
Una vez, un profesor de física me contó la siguiente historia: Durante la Segunda Guerra Mundial, el Plan Marshall fundió todo el oro de la reserva de Estados Unidos para crear una bovina capaz de posibilitar el desarrollo de la bomba atómica. Este episodio puede no haber ocurrido, pero el hecho de que suene probable, nos habilita a pensar que ni el mayor resguardador de valor estaba a salvo de la capacidad destructiva y expansora del capital. La anomalía histórica revela cómo, incluso el recurso más preciado y estable, puede ser consumido por dinámicas de acumulación que confieren a la materia prima un destino estratégico y letal. Esa lección abre el telón de Inventarian-ism, una teoría que postula que la arquitectura ha dejado de operar bajo logicas de simbolismo formal para convertirse en mera tecnología de inventario, donde cada material, cada metro cuadrado de suelo y cada recurso se contabilizan, se valoran y se ponen al servicio de un crecimiento perpetuo que desborda los límites de nuestra realidad.
Inventariar implica cuantificar la materia edificada en balances contables. Las toneladas de hormigón, los vidrios espejados y el litio se transforman en celdas numéricas de un archivo financiero global. Bajo esta lógica, el proyecto arquitectónico deja de ser signo de identidad cultural o espacio de encuentro social: deviene nodo dentro de una red de activos que impulsa flujos de capital a escala planetaria. La noción misma de edificio muta: ya no se concibe para habitar o para convocar experiencias, pierde su significancia como obra arquitectónica y funciona para mantener o acumular valor a lo largo de su ciclo de vida. En este punto emerge con fuerza el papel del software BIM, que ejemplifica perfectamente este giro contable. BIM contabiliza materiales en tiempo real, asigna recursos con eficiencia milimétrica y analiza el retorno de la inversión a través de modelos que calculan el ciclo de vida completo de la construcción. Gracias a esa capacidad de prever costos, beneficios y mantenimiento, el edificio se diseña no solo para ser erguido, sino para mantener o incrementar su valor con el paso de los años, controlando y conteniendo los sistemas que subyacen a ese valor. El edificio es reducido a su función utilitaria y BIM se cerciora de que el edificio mantenga su valor a través del mantenimiento de su función. Cuestiones estilísticas como pintura o arreglos en la parte estética del edificio no sean evaluados al mismo nivel que los sistemas mecánicos que mantienen su funcionamiento. Tecnologías constructivas de bajo mantenimiento son preferidas para asegurar el valor de la inversión a largo plazo. (El hormigonismo de Luciano Kruk emerge con fuerza en barrios caros como un gesto de cementación de la inversión. Cualidades como aislacion termica y acústica desaparecen porque no son evaluados como parámetros que mantienen el valor.) BIM se convierte, entonces, en la herramienta que superpone el proceso proyectual con ecuaciones financieras: los arquitectos, programadores y gestores transfieren el suelo y la estructura a datos que permiten optimizar la rentabilidad de la inversión.
Al mismo tiempo, el capitalismo ha avanzado sobre territorios más intangibles: primero privatizó la naturaleza, luego se adueñó del tiempo mediante un régimen 24/7 que disolvió la noche y el ocio. El siguiente recurso a commoditizar son las emociones: las sensaciones de calma y bienestar, dificiles de encontrar de manera orgánica en este mundo contemporáneo, se administran a través de farmacos que dosifican dopamina y serotonina a una población oprimida por la productividad y la eficiencia. No es improbable imaginar la ciudad del futuro como un dispensario algorítmico que rastrea constantes vitales, analiza patrones de comportamiento y monetiza estados de ánimo. Así, sentir puede dejar de ser un acto libre para convertirse en una membresía suscribible como Netflix o Spotify, un bien transable cuyo precio varía según índices de productividad y consumo. En esta ecuación, el arquitecto construye espacios que no solo ordenan la materia, sino que facilitan la captura de datos biométricos y emocionales: ventilaciones optimizadas, optimizaciones de recorridos e iluminación que maximiza la atención son componentes de una infraestructura urbanística diseñada para rentabilizar cada respiro.
Sin embargo, toda esta expansión contable no se sintoniza con los límites biofísicos del planeta. Los mercados exigen seguir creciendo, pero la Tierra no puede expandirse indefinidamente. El real state densifica las ciudades: rascacielos que concentran metros cuadrados rentables, reformas exprés para renovar activos, demoliciones programadas para impulsar nuevos aires de valorización. Al mismo tiempo, las externalidades —huellas de carbono, contaminación, desplazamiento social— quedan fuera de los balances oficiales. El rostro visible de ese desborde es nuestra ciudad saturada: atascos de tráfico, barrios hacinados y vacíos precarios que nacen como subproductos de un sistema incapaz de frenar su propia voracidad.
Reconocer este régimen no equivale a resignarse: al contrario, provoca la urgencia de convertirnos en auditores críticos de la práctica arquitectónica. En lugar de proyectar edificios concebidos exclusivamente para maximizar plusvalías, podemos generar espacios que interrumpan la trazabilidad absoluta de datos, lagunas donde lo improductivo florezca y los registros queden fuera del circuito financiero. Podemos proponer edificaciones desmontables que devuelvan sus materiales al ciclo común, reduciendo la presión sobre los valores de suelo y obligando a pausar la lógica de expansión infinita. Podemos esbozar ruinas anticipadas que actúen como freno especulativo, sacrificando valor para evitar colapsos. Podemos defender la creación de refugios: espacios oscuros, silenciosos, libres de conexiones digitales donde el tiempo no sea mercantilizado sino recuperado como derecho colectivo. Y a su vez, podemos diseñar intervenciones urbanas que liberen dopamina sin mediación comercial, rituales colectivos para rescatar la alegría fuera del circuito de consumo.
Inventarian-ism es una invitación a resignificar la disciplina: dejar de concebir la arquitectura como productora de mercancías y orientarla hacia la producción de espacios críticos, capaces de exponer las huellas metabólicas del capital. Si la imaginación colectiva ha sido clausurada, debemos forzar la bisagra. Y si todo ha sido inventariado, debemos reinstaurar el excedente: materiales liberados, temporalidades comunes y emociones que vuelvan a ser nuestras. Solo así la arquitectura podrá recuperar su potencia de abrir horizontes de posibilidad y desligarse de la función de motor contable del capitalismo terminal.